El vuelo de las golondrinas
Volvían las golondrinas, y con ellas, la agradable brisa de calor que indicaba el inicio del verano. Los veranos con él, parecían volar en un abrir y cerrar de ojos.
Recuerdo las mañanas, en aquella casita donde solía pasar mis veranos de pequeño, sentados en esas sillas de madera vieja, jugando cartas o leyendo alguno de los tantos libros que guardaba el abuelo.
Pero entre todos, siempre había uno que era el más frecuente, “el vuelo de las golondrinas”. A él le encantaba ese cuento, yo recordaba la historia de principio a fin, pero él sabía exactamente como cautivarme cada vez que la leía.
Él decía, que las golondrinas eran aves migratorias, que viajaban según las estaciones, buscando un lugar donde se sintieran cómodas, pero que siempre, sin importar que, volvían a su lugar de origen, donde anidaban y tenían a sus crías.
Nos encantaba esperar a las golondrinas arribar en bandadas y ver como entre ellas se reencontraban al pisar tierra, luego de recorrer el continente entero, solo para volver a su paraje.
En ocasiones visitábamos el bosque junto al arroyo, y jugábamos entre los ombúes viejos y panzones, mientras escuchábamos con atención las voces de los duendes y las hadas que jugaban al compás de las aves.
Pasábamos horas charlando, mientras yo le decía mis ocurrencias de niño y él me contaba de sus andanzas y sus historias de viajes. Recuerdo sus largas pausas para recordar cada anécdota con lujo de detalles.
Por la tarde, después de su siesta, solíamos preparar café y un pan para merendar, y aunque mamá nunca me dejaba, él a veces me compraba galletitas con la señora Frida.
Disfrutábamos de hacernos compañía y estar juntos, aunque ninguno emitiera palabra alguna.
Salíamos a recorrer el lugar por largas horas, recogiendo piñas o semillas de eucalipto que encontrábamos por el camino.
Con el tiempo, recoger esas piñas perdía su encanto para mí, mientras que a él se le hacía prácticamente imposible levantarlas.
La última vez que lo vi sentado en el jardín, lucía una mata de largas canas y aquellos anteojos con los que parecía ver el futuro. Me senté a su lado y apoyé mi cabeza suavemente sobre su hombro. Se sentía tan pequeño y frágil que las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos como un par de ríos. Él alborotó mi cabello con una ternura que solo un hombre que ha vivido una vida entera puede y me dijo en voz baja sin quitar sus ojos de los árboles “Cuando deje este cuerpo podré volar”.
Después de ese verano, aquellas palabras revoloteaban en mi cabeza, hasta que finalmente comprendí, que aquel hombre había sido prestado y que el viento, siempre había sido su dueño.
Y hoy, a la distancia, solo espero la llegada del verano, para volver a aquel lugar, como “el vuelo de las golondrinas”, donde sé, que él siempre estará esperándome.
Escrito por Maitané Bessonart Arbeleche.