Llorona, llévame al río
por Paloma Vega Hernández, Dánika Mariscal Paetau y Daniela Serrano Céspedes
Ciudad de México. Inicios del siglo XVII. Ciudad hecha en chinampas. La cálida humedad del ambiente envuelve a todos los pobladores con un abrazo familiar que elimina temor e inseguridad y da vida a un nuevo día. Una ciudad que desborda alegría y se inunda como un barco en altamar dentro de una tormenta que en vez de temor trae calma. Una ciudad en donde las casas se funden y se fusionan creando un vínculo entre almas tan fuerte como una muralla. Una familia. En el lago, una chinampa con constante olor a flores recién cortadas. Un aroma que atraviesa toda la ciudad. Y tú, eres responsable de esa agradable esencia. Tu chinampa son las flores que perfuman el lugar. Tú, hermosa mujer de piel morena.
Se encamina a ti un hombre, un hombre español guapo y gallardo. Se paraliza ante tus humildes y delicados rasgos que lo hacen sentir las alas de las mariposas en el aire aun cuando no están ahí. Tu piel, suave como los pétalos de las flores que decoran la cascada sin fin de tu larga y negra cabellera. Logras hacer que el hombre se confunda y no sepa la diferencia entre esa hermosa vida que traes puesta y la vida que ve enfrente suyo. Hermoso huipil llevabas, llorona. Que la virgen te creí.
Ves las hojas de los árboles caer y subir. Subir y caer. Ves las flores nacer y morir. Morir y nacer. Ves el sol y la luna bailar una canción interminable. Ves el cielo deshacerse en rayos de oro y sin darte cuenta ya tienes tres hermosos retoños. Esos pedazos de alma que salieron de tu armadura, se transformaron en tu vida.
Las estaciones pasaron y parte de tu jardín con ellas. El mar de paz en el que navegabas se convirtió lentamente en una marejada. Sentiste como lentamente te ahogabas y no podías salir de ese estrecho rincón que todavía se sentía como su abrazo, un rincón que te mantenía respirando. El mismo rincón que era una jaula, que tú misma construiste y le dejaste la llave. Las miradas se clavaban en tu alma como dagas, estando tú, inmersa en esa jaula. La de él cubierta de pieles y joyas y tú, arropada en flores y un huipil. Todos me dicen el negro, llorona. Negro pero cariñoso.
Un pajarito azul escurridizo se coló entre los barrotes de tu propia cárcel, revelándote así el peor de tus temores y tu única verdad y destino. Ves como un hermoso y gran tigre de bengala tritura la llave de tu cárcel con sus colmillos de oro. Dejándote atrapada en una soledad de flores que lentamente se marchitan, tu fuente de luz se apaga junto con la mirada distante, peligrosa y misteriosa del tigre. Me quitarán de quererte, llorona pero de olvidarte nunca.
Ay de mí, llorona, llorona. Llorona llévame al río. Nubes ciernen tus ojos, ni una gota de luz traspasa tu berilo dorado. Estás bajo un encanto, tu ser se mueve al compás del viento, llevando a tus retoños consigo. Estás junto al río. Tus manos se hielan sosteniendo un cuerpo débil y vulnerable, una cara tierna e inocente, un alma a la que juraste proteger toda tu vida, al sumergirla en el agua de plata. Ves la terna nadar cada vez más profundo, ves la luz abandonar su mirada, y burbujas marcando su último suspiro. Al tratar de seguirlas en su camino, te ves reflejada, en ese espejo de plata que se tiñe de un rojo carmesí lleno de culpa y dolor. El que no sabe de amores llorona, no sabe lo que es martirio.
Abriste tus ojos. Tú, deshecha mujer de piel traslúcida. Tus gritos son la melodía que suena por toda la ciudad. Y tú, eres responsable de ese desagradable estruendo. En el río una solitaria mujer con constante olor a flores del recuerdo. Una leyenda. Unas voces que se funden y se fusionan creando una búsqueda sin cesar. Una historia que necesita de una muralla para contenerla. Una ciudad que desborda terror y se inunda como tú en altamar dentro de una tormenta de tristeza, lamentos y melancolía. La fría neblina del ambiente envuelve a todos los pobladores con un abrazo doloroso que les quita el sueño y la esperanza de ver un nuevo día. Ciudad hecha en llantos. Mitad del siglo XVII. Ciudad de México.
Ayer lloraba por verte llorona. Hoy lloro porque te vi. Cada noche escucho tu lamento y tu desesperación por encontrar a tus hijos. Cada noche en una calle diferente. Cada noche terminas en el río. Todos esconden los botones de rosas de sus jardines después del toque de queda por miedo a encontrarte. Por miedo a encontrarme. Siempre te ven con tres flores muertas en tu larga cabellera negra, flores que algún día fueron hermosas rosas blancas. Tus flores blancas. Mis rosas blancas. Nadie sabe cuándo querrás reemplazarlas. El terror los envuelve como las estrellas a la noche. Tu lamento parece interminable. Nadie sabe cuándo pararás. Tú no sabes cuándo pararás. Yo no sé cuándo pararás. Yo no sé cuándo pararé. Ay de mí llorona, llorona encuéntrame en el río.
Escrito por Paloma Vega Hernández, Dánika Mariscal Paetau y Daniela Serrano Céspedes.